La tipología de los perjuicios a lo largo de la historia ha oscilado entre el reconocimiento y la negación de determinadas categorías; en este desarrollo, las categorías que conforman el daño material –lucro cesante y daño emergente– parecen haberse asentado; otra es la suerte de los perjuicios inmateriales, pues es cierto que el daño moral en alguna medida tiene una estabilidad similar a la que ostentan los daños materiales, pero del segundo rubro no puede afirmarse lo mismo, en particular cuando se trata de lesiones sobre la integridad personal. La jurisprudencia nacional fue, en principio, reticente a reconocer una categoría distinta a la del daño moral, al punto de que la Corte Suprema solo reconoció otro perjuicio en 2008, pero una vez aceptado el reconocimiento de otro rubro, el cambio ha sido constante: ha cambiado de nombre y contenido, de perjuicio fisiológico a daño a la vida de relación, luego a alteración grave de las condiciones de existencia y, por último, al daño a la salud. Daño este último que se aborda con las vicisitudes históricas que rodearon a sus antecesores y con la necesaria referencia del principio de reparación integral, arbitrio del juez e igualdad para los administrados, al tiempo que se le enmarca en la constitucionalización del derecho de daños. El análisis que del mismo se hace no se reduce a su conceptualización o a un análisis teórico, sino que el texto arroja las herramientas para la aplicación, tasación y reconocimiento de este perjuicio, con lo cual facilita la labor de los operadores jurídicos al momento de identificar la tipología de los perjuicios, de solicitar o reconocer los mismos de manera adecuada.
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